La arquitectura moderna se dio a finales del siglo XIX y principios del XX y se concibió como reacción al supuesto caos y al eclecticismo de las diferentes “revitalizaciones” de las formas históricas que tuvieron lugar a cominezos del siglo XX. Fundamental para el ideal de una arquitectura moderna fue la noción de que cada época del pasado había poseído un estilo propio y auténtico, expresión del verdadero sentido en su tiempo. Según esta misma visión, se supone que se produjo una ruptura hacia mediados del siglo XVIII, cuando la tradición renacentista se tambaleó dejando un vacío en el cual desembocaron numerosas adaptaciones y recombinaciones “no auténticas” de las formas del pasado. Así pues, la misión consistía en redescubrir el verdadero camino de la arquitectura, sacar a la luz formas adecuadas a las necesidades y aspiraciones de las sociedades industriales modernas y crear imágenes capaces de encarnar los ideales de una era moderna supuestamente diferenciada.
Ya hacia mediados del sigo XIX algunos teóricos como César Daly, Eugéne Viollet-Le-Duc y Gottfried Semper debatían la posibilidad de un genuino estilo moderno pero tenían pocas ideas sobre su forma. Hasta poco antes del final de ese siglo, con el considerable estímulo de un conjunto de inventos estructurales producidos entretanto, no se dieron saltos imaginativos en el intento de visualizar las formas de una nueva arquitectura. Esta fase pionera –que dio como resultado (entre otras cosas) el ART NOUVEAU y la Escuela de Chicago- fue algo propio de las naciones industriales “avanzadas” de Europa occidental y de los Estados Unidos.
Supongamos que un arquitecto de los siglos XII o XIII volviese a vivir entre nosotros y fuese iniciado en nuestras ideas modernas; si se pusiesen a su disposición las perfeciones de la industria moderna, nunca construiría un edificio de los tiempos de Felipe Augusto o de San Luis, porque esto sería infringir la primera ley del arte, que es la de adecuarse a las necesidades y costumbres de la época.